
La Columna de Don Juan León | “¿Creéis que una mujer tan bella puede cometer delito alguno?”
Al alba se iba a la playa y le gritaba al sol para insuflar aire en sus pulmones y en su casa practicaba la Oratoria con un cuchillo entre los dientes o con la boca llena de piedras. Era tartamudo y estas eran sus prácticas para vencer ese trastorno del habla.
Sí, hablamos del excelso griego Demóstenes (Atenas, Grecia, 384 a. C.; Calauria, Grecia, 322 a. C.), al que el célebre romano Marco Tulio Cicerón llamaba el ‘orador perfecto’ ya que es considerado como el mejor de todos los tiempos.
Una cita suya nos sirve de introducción para este decimoséptimo anecdotario:
“Las hetairas sirven para darnos placer, las concubinas para nuestras necesidades cotidianas y las esposas para darnos hijos legítimos y cuidar la casa”.
Según el diccionario ‘hetaira’, que significa ‘compañera’, era una cortesana libre de elevada condición en la antigua Grecia y, por ende, prostituta. La variante ‘hetera’ está en desuso.
Estas mujeres alcanzaron una gran notoriedad por mor de sus relaciones con políticos, militares, pensadores o artistas relevantes. Eran bellas, inteligentes, refinadas, sabían leer y escribir, cultivaban la compañía masculina y alegraban los banquetes en los que las legales compañeras de los maridos estaban excluidas.
Las distinciones que recibían estas féminas estaban en consonancia con la consideración con la que eran tratadas en toda la Hélade.
Las concubinas no gozaban ni de la consideración de las hetairas ni del rango social de las esposas y terminaban, las más de las veces, vendidas a un burdel cuando sus amos se cansaban de ellas.
Son muchas y famosas, pero sólo nos vamos a detener en cuatro de ellas:
Metiké de nombre, se hacía llamar ‘Clepsidra’, ya que utilizaba el reloj de agua, llamado clepsidra, para medir el tiempo que dedicaba a cada cliente.
Conocida como Aspasia de Mileto, Hispasia de Cos, Amaranto de Lesbos, Urania de Éfeso o Diotima de Mantinea, recibía en su casa a la flor y nata de la sociedad ateniense. Por ella, Pericles (Atenas, Grecia, 495 – 429 a.C., murió de peste), el gran estratega, gobernante y orador, que pertenecía a la familia de los Alcmeónidas, repudió a su esposa Epidema y renunció a sus hijos Jantipo y Páralo.
Se piensa que fue la instigadora de la guerra entre Atenas y Samos. Tuvieron un hijo, Pericles, ‘el Joven’, y fue asistida por la partera Fainarate, madre de Sócrates, cuyo padre se llamaba Sofronisco.
En Mileto, cuna de la Filosofía, Pericles conoció por boca de su madre las teorías de Anaxímenes y Pitágoras. En Persia, por su maestra griega estudia a Heráclito. En Atenas se interesa por Parménides y conoce a Sócrates, Protágoras y Anaxágoras, con quien conversa sobre Empédocles. Platón, el mejor discípulo de Sócrates, nació un año después de su muerte y fue maestro de Aristóteles, preceptor del gran Alejandro.
Lais de Corinto, discípula de la anterior, cayó en el alcoholismo a avanzada edad, estaba considerada la mujer más bella de su tiempo y fue una hetaira tan célebre que el mencionado Demóstenes viajó de Atenas a su ciudad para conocerla. Le confesó que la deseaba, pero al pedirle ella una considerable suma, contestó:
“No compro tan caro un arrepentimiento” … y cogió el camino de vuelta.
El célebre escultor y broncista Mirón, que nació en Eléuteras (Grecia) y autor de “El discóbolo”, se presentó en su casa solicitando sus favores y fue rechazado por ella. Pensando el buen hombre que la aversión era por su edad y sus canas, se tiñó el pelo y volvió a presentarse. En cuanto lo vio la hetaira exclamó:
“Tonto. Tú pides una cosa que le he negado a tu padre”. ¡Qué agudeza!
Y la última que vamos a comentar es Mnésareté, apodada Friné, era famosa por su gran belleza, nació en Tespias (Grecia) y murió en 315 a.C. El primer nombre significaría ‘conmemoradora de la virtud’, y el sobrenombre ‘Sapo’, venía dado por el color aceitunado de su piel, según Plutarco.
En cierta ocasión fue acusada de un delito por impiedad, falta imperdonable en la Antigua Grecia por la que Sócrates fue condenado a muerte, amén del atrevimiento de compararse con la misma Afrodita. La defendió el orador Hipérides y este abogado no encontró mejor medio para defenderla que desnudarla ante el tribunal y decirle:
“¿Creéis que una mujer tan bella puede cometer delito alguno?”. Los jueces se dejaron convencer y la absolvieron.
Este juicio ha motivado que muchos artistas lo hayan plasmado en sus lienzos.
Un día se encontraba en un banquete con otras mujeres y jugaban a que todas hicieran lo que una de ellas. Cuando le tocó su turno, mandó traer una palangana con agua y se lavó la cara: “¡Qué otras hagan lo que he hecho yo!”.
Como ella no usaba pomadas ni afeites de ninguna clase apareció después del gesto tan bella y reluciente como antes, cosa que no sucedió con las demás compañeras.
El griego Praxíteles de Atenas (395 – 330 a.C.) fue el más renombrado escultor clásico del siglo IV a.C. y destacaba por su acentuado sensualismo.
Le ofreció a Friné sus obras para que escogiese la que mejor le pareciese. Su joven amante, que le sirvió de modelo en algunas de sus más insignes creaciones, dudaba de su gusto y confiaba en el del artista, así es que una noche y en plena cena hizo que uno de los sirvientes gritase despavorido que el taller de Praxíteles estaba en llamas.
“¡Ay, mi Cupido, que alguien salve mi Cupido!”, exclamó el creador de esa joya.
“Ahora ya sé qué obra debería escoger: ese cupido al que tanto hubieras lamentado perder” … y así se sintió satisfecha.
Como quiera que la mujer es astuta por naturaleza, esta cita del novelista inglés William Makepeace Thackeray (Calcuta, India, 1811; Londres, Reino Unido, 1863) le viene como anillo al dedo: “Es tal la astucia de la mujer, que, a la larga, ni el mismo Maquiavelo podría escapar a sus redes”.
Juan de León Aznar… ¿proeza?… el superar la temida cuesta de enero’ 2024


