La Columna de Don Juan León | Quisiera ‘romper una lanza’ en favor de la femineidad

La Columna de Don Juan León | Quisiera ‘romper una lanza’ en favor de la femineidad

Es un hecho consumado que desde tiempo inmemorial la mujer ha sido catalogada y considerada como un ser menor, abyecto, casi demoníaco, objeto de desdén, veleidoso, vil y susceptible de ser esclavizado o subyugado. Así es que me voy a sumergir en la fértil o pingüe historia de la literatura para encontrar, ¡increíble!, eruditas y sesudas mentes capaces de parir escritos que propalan a los cuatro vientos su inconcebible desprecio y despotismo: los entrecriados (‘malas hierbas’) se mezclan con sus otros congéneres literarios (‘buenas hierbas’), evidenciando la máxima dificultad que, para ellas, está suponiendo el conseguir la ‘casi’ igualdad o paridad con el hombre. ¡La de verdad!, no la política y oportunista, que manan de zafios y mezquinos intelectos (?).

Quisiera ‘romper una lanza’, en el preámbulo o prólogo de este artículo, en favor de la femineidad o el gusto por lo femenino. Sí, esa exquisita cualidad del sexo opuesto, mal llamado “débil” (esto último, bien entrecomillado), que tanto valoro en una mujer, repudiando todo aquello que le es contrario, como la grosería, la ordinariez o la verdulería, aunque es de justicia reconocer que cada vez se hace más rara la presencia de esta virtud en la sociedad por la que hoy deambulamos, habida cuenta los ‘modismos’ existentes, tanto en mujeres como en hombres: ropa interior al descubierto, por encima de cinturones propios de ‘piratas caribeños o del western americano’; vistosos atuendos desenfadados, que, para mí, confunden la elegancia con la funcionalidad; ‘camisetas’ cuanto menos raras; coloristas ‘bolas’ en las cejas, fosas nasales, labios, lengua y ombligos, al más fiel estilo bosquimano u hotentote africano; ‘politaladros’ en las orejas, porque parece ser que los lóbulos han quedado obsoletos; ‘piercings’ por doquier y en las partes más recónditas, por insospechadas… 

Yo no le llamaría belleza, distinción o empaque; pero todo esto es, obviamente, una opinión muy subjetiva, que ambiciona respetar toda clase de gustos y aderezos.

Para mis adentros, una dama o un caballero que vocifera, utiliza expresiones soeces, lanza dicterios e improperios o hace chabacanos comentarios pierde todo su encanto, femenino o varonil, y me traslada a un mundo anacrónico, fuera de lugar, 

La cita más antigua, que he encontrado, se remonta al siglo XXIV a. C. (año 2350 concretamente) y pertenece a Urukagina, rey de Sumeria (parte de la antigua Mesopotamia): “Si una mujer habla irrespetuosamente a un hombre, a esa mujer se debe aplastar la boca con un ladrillo cocido”. ¡Empezamos bien!

La segunda la encontramos en el siglo XVII a.C. El Código de Hammurabi (Constitución Nacional de Babilonia, otorgada por el rey, que la concibió bajo inspiración divina) nos proporciona el segundo dato: Cuando una mujer tuviera una conducta desordenada y dejara de cumplir sus obligaciones del hogar, el marido puede someterla y esclavizarla. Esta ‘servitud’ puede, incluso, ejercerse en la casa de un acreedor del marido y, durante el período en que durase, le es lícito (al marido) contraer un nuevo matrimonio”. ¡Seguimos para bingo!

En el siglo VII a.C., Zaratustra, famoso filósofo persa (no confundir con las posturitas del ‘kamasutra’) escribió: La mujer debe adorar al hombre como a un dios. Cada mañana debe arrodillarse nueve veces consecutivas a los pies del marido y, con los brazos cruzados, preguntarle: señor, ¿qué deseáis que haga?”. ¡Demencial!

Avanzando en el tiempo nos metemos de lleno en el siglo VI a. C. y encontramos al filósofo matemático Pitágoras: “Hay un principio bueno, que ha creado el orden, la luz y el hombre, y un principio malo, que ha creado el caos, las tinieblas y la mujer”; y a su paisano, el poeta Hiponacte: “La mujer da al marido dos días de felicidad: el de la boda y el de su entierro”. ¡Arrancan los griegos con fuerza!

El gran pensador chino, Confucio, a caballo entre los siglos VI y V a.C., dejó su sello al afirmar: “La mujer vive más que el hombre porque no tiene esposa”.

Las Leyes de Manu se compilan en este libro sagrado indio, que data de los siglos VI y III a.C., aunque el texto que se conserva bien pudiera haber sido redactado en el siglo I d.C. 

Se trata de una colección de tratados filosóficos sobre obligaciones religiosas y sociales de los arios en la India. En él podemos leer: Aunque la conducta del marido sea censurable, aunque este se dé a otros amores, la mujer virtuosa debe reverenciarlo como un dios. Durante la infancia, una mujer debe aprender de su padre; al casarse, de su marido; si este muere, de sus hijos; y si no los tuviera, de su soberano. Una mujer nunca debe gobernarse a sí misma”. ¡Caray con los indios y no apaches, precisamente!

El griego Eurípides, poeta y dramaturgo, expresa su sentir en el siglo V a.C., y nos presenta a la mujer como algo aleatorio: Tomar mujer es azaroso siempre, como un juego de dados, veo que unos tienen buena suerte y otros mala”. 

Su compañero de andanzas por el mismo siglo, Sófocles, no se quedaba atrás al afirmar: Cásate: si por casualidad das con una buena mujer serás feliz; si no, te volverás filósofo, lo que siempre es útil para un hombre”.

Y en su obra “Medea”, pone en boca de la protagonista (nieta del dios Sol y sobrina de la hechicera Circe), la sectaria frase: “Por naturaleza las mujeres estamos incapacitadas para hacer el bien, pero somos muy hábiles para generar toda clase de desgracias”.

¡Siguen los griegos! El siglo IV a.C., recoge los testimonios de Aristóteles, genial filósofo, guía intelectual y preceptor de Alejandro, “El Grande”: La naturaleza solo hace mujeres cuando no puede hacer hombres. La mujer es, por tanto, un hombre inferior” (¡vaya con el maestro!); y de Demóstenes, orador y político ateniense, que las tilda de inconscientes: La mujer desbarata en un día lo que el hombre ha meditado en un año”. Y como quiera que el ínclito individuo se introducía piedras en la boca para disimular o vencer su tartamudez, se puede aventurar que tendría que haberlo escrito. 

Ya en el siglo I, año 67 d. C., San Pablo, apóstol cristiano (¡menos mal que fue ‘santo’!) sentencia en sus Cartas a los Corintios y a Timoteo, respectivamente: Que las mujeres estén calladas en las iglesias, porque no les es permitido hablar. Si quisieran ser instruidas sobre algún punto, pregunten en casa a sus maridos”. Y continúa, erre que erre: “Yo no permito que la mujer enseñe ni que ejerza autoridad sobre el hombre, sino que permanezca callada”.

El político romano Cayo Petronio abunda en el tema: “Todas y cada una de las mujeres son una bandada de buitres”.

En El Corán (siglo VI d.C.), Libro Sagrado de los musulmanes, se lee lo recitado por Alá a Mahomé (Mahoma) y no deja títeres con cabeza: Los hombres son superiores a las mujeres porque Alá les otorgó la primacía sobre ellas. Por tanto, dio a los varones el doble de lo que le dio a las mujeres. Los maridos que sufrieran desobediencia de sus mujeres pueden castigarlas, abandonarlas en sus lechos, e incluso golpearlas. No se legó al hombre mayor calamidad que la mujer”. ¡Inaudito!

En el siglo XII destacamos al médico y filósofo cordobés Averroes, que se sale por la tangente: “La mujer no es más que el hombre imperfecto”; pero, en el siguiente, el XIII, Santo Tomás Aquino, con toda su Escolástica, sentencia: “Como individuo, la mujer es un ser endeble y defectuoso”.

En “As partidas” de Alfonso X el Sabio (siglo XIII), hay un capítulo dedicado a la mujer (“A muller”) en estos términos: “Otrosi de mejor condición es el varón que la mujer en muchas cosas e en muchas maneras”. Y eso que fue un gran personaje en su época, versado, erudito, docto, ilustrado… y demás sinónimos. 

 “Le Ménagier de París”, tratado de conducta moral y costumbres de Francia, en el siglo XIV publicaba: Cuando un hombre fuera reprendido en público por una mujer, tiene derecho a golpearla con el puño, el pie y romperle la nariz para que así, desfigurada, no se deje ver, avergonzada de su faz. Y le está bien merecido, por dirigirse al hombre con maldad y lenguaje osado”. ¡Aquí se gestó la defensa personal!

Entre los siglos XV y XVI ‘leemos’ al filósofo y humanista holandés Erasmo de Rotterdam: “La mujer es, reconozcámoslo, un animal inepto y estúpido, aunque agradable y gracioso”. Lo que coloquialmente se viene a llamar… ¡una de cal y otra de arena!

El siglo XVI nos presenta tres ‘buenos’ exponentes. Por un lado, Martín Lutero, teólogo alemán, reformador protestante: El peor adorno que una mujer puede querer usar es ser sabia”; por otro, Enrique VIII, “Barba Azul”, rey de Inglaterra, jefe de la Iglesia Anglicana, que se divorció de Catalina de Aragón para ‘revolcarse’ de manera oficial con la cortesana Ana Bolena (“Seis dedos’’): Los niños, los idiotas, los lunáticos y las mujeres no pueden y no tienen capacidad para efectuar negocios”; y concluye la tarea un representante del Siglo de Oro español, Francisco Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos: “No se puede pasar un secreto a una mujer que no sea muerta”. ¡Vaya trío!

A caballo entre los siglos XVI y XVII, nos damos de bruces con el ‘insigne’ William Shakespeare, dramaturgo, poeta, escritor inglés y una de las figuras más eminentes de la literatura universal. Para él la mujer es algo impredecible y, si no, juzguen: La mujer es manjar digno de los dioses; pero a veces lo guisa el diablo”.

             Sin olvidarnos del cronista y dramaturgo granadino del Siglo de Oro, Jerónimo de Barrionuevo de Peralta, que en sus “Avisos” escribía: “Dícese que tiene la Reina sospechas de preñada. Dios lo haga, y si ha de ser hija, ¿para qué la queremos? Mejor será que no lo esté, que mujeres hay hartas”.

Hay que seguir la máxima del poeta inglés Alfred Tennyson: “La causa de la mujer es la del hombre: los dos se levantan y sucumben a la vez”.

P.D.: Una segunda entrega arrancará en el siglo XVIII y llegará hasta nuestros días.    

          Disfruten de la magnífica y gráfica viñeta de Javier Ruiz Bustos.

Juan de León Aznaracabando la temida cuesta de enero ‘2023

Categorías
Compartir

Comentarios

Wordpress (0)
Disqus ( )